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¿Siempre Joven? - (11-12)

Indudablemente ya no soy un pendejo. A ver, la gente te miente toda la vida. Que la secundaria es la mejor etapa de tu vida. Después la Universidad. Después los chicos. Después la independencia y la madurez como persona. ¡Hasta algunos se atreven a decir que recién después de los 60, empezás a disfrutar!
Yo tengo 33 y estoy destrozado, agotado, sin fuerzas, exhausto y así un montón de sinónimos que siguen la misma línea.
Ayer viajé en colectivo hacia la capital federal con el tiempo siempre  justo. Me encantaría llegar 40 minutos antes y tomarme en la estación un cafecito. Misión Imposible con dos chicos, que cuando te estás por ir o llevándolos al jardín, en el momento exacto en que estás por cerrar la puerta de tu casa te miran y te dicen: -Caca  -¿Cómo caca?, ¿justo ahora?, les recriminás Y lo peor de todo es que te miran con esa cara como no entendiendo que hicieron mal… “Si, papa, Caca.” sentándose en cuclillas y obligándote a darles el tiempo que necesiten...
Estoy llegando tarde hacia la terminal,  chequeando tener todo para el viaje, presiento que de algo me estoy olvidando. Casi al borde del colapso recuerdo: ¡LA NOTEBOOK!¡La olvidé en el consultorio! Fundamental. No puedo viajar sin ella. Miro el reloj. Casi un maratón contra el tiempo, pero tengo que lograrlo. Busco una canción inspiradora en algún dial. Algo tipo James Bond o la de Rocky Balboa subiendo las escalinatas. Nada, sólo es necesario que la busques para que en todas las estaciones te hable un analista político o enganches la publicidad. Termino acelerando con una canción de Serrat de fondo... Dejo el auto en la cochera, bajo los bolsos, en un impulso de energía, llego al consultorio. Para entrar hay que sacar 2 alarmas y abrir 3 puertas.”Maldita Inseguridad” pienso mientras agarro un manojo de llaves que recuerdo de chico haberlo visto en las manos de un adulto y pensar asombrado: “¡UAU! ¡Mirá todas las puertas que abre!”. Ahora insulto mientras busco cada una de ellas. Paso la 2da puerta y cometo el error que surge del apuro: encaro a la 3er puerta, al final del pasillo, sin prender las luces. ¿Me pueden explicar cuánto tiempo puedo perder en apretar la tecla de la luz? Llego hasta la puerta y empiezo a palpar llave por llave a oscuras. Intento concentrarme con mi yo interior y no putear cuando meto 2 llaves y ninguna es. La tercera es la vencida, reconozco el tacto y me alegra haberlo desarrollado jugando al gallito ciego en mi juventud. Obviamente la pongo al revés al primer intento. Cuando se abre la endemoniada puerta, agarro la portátil, salgo lo más rápido que puedo, cierro las puertas, pongo las alarmas. A cada paso miro el reloj, como si fuera a acelerarse para molestarme nomás. Salgo corriendo hacia los taxis, a una cuadra del consultorio, mis piernas me piden clemencia por tanto esfuerzo físico. Me subo en el auto del taxista más parsimonioso del mundo, sin saberlo. -Te pongo los bolsos en el baúl maestro. -No dejá, ¡acá entran!, le digo apurado, mientras los abrazo con fuerza. -No, no, pará que te lo abro, así no viajas incómodo. El taxista se mueve muy lento, a pesar de haberle dicho de mi apuro. Arranca, todos los semáforos tocan en rojo. Llegamos por fin a la estación, desesperado bajo del taxi, abro como puedo el baúl y mientras agarro los bolsos y cierro el baúl,  el chofer se asoma para ayudarme, tarde ya había hecho todo, le pago dejándole 5 pesos de propina porque si esperaba que me los diera de vuelto  se iba a hacer de día. Dejé el aliento en el trayecto que corrí de la terminal, y para no faltar a la costumbre, una vez más llegué transpirado y con taquicardia a la butaca del colectivo. Debe ser el cansancio acumulado sumado a los 33 años de ausencia de ejercicio físico, pero al recostarme me dormí profundamente con luces prendidas, lentes puestos, sin reclinar el asiento, boca abierta, ronquidos y baba cayendo por la comisura de mi labio. Imagino, un espectáculo deprimente para la vista de cualquiera que estuviera cerca mío. De todo esto me doy cuenta cuando me despierto a las 6, llegando a capital, con el cuello duro como roca y una puntada que me llegaba hasta la rótula izquierda. Insoportable… Me empiezo a masajear con fuerza los músculos de la zona como si supiera qué hacer. Imposible girar el cuello más de 30° y con esfuerzo…
Llego a Retiro.  Y la perfecta bienvenida a nuestra querida capital es un tacho de la terminal. Me subo y como me ven cara de paisano y bonachón recién llegado de pueblo, primero te preguntan “afablemente”. - ¿De dónde venís? -Bahía Blanca, respondo. Ahí es cuando empiezan a perfilar su auto con dirección para el lado opuesto al indicado, intentando darme la clásica “vuelta del perro”. Así empiezo a dar directivas del camino cual gps para que no me paseén. En este caso me quiso hacer “la del reloj”. Es decir, el taxímetro arrancaba en 20 pesos en cuanto me subí. -¿No está un poco cara la caída de bandera?, pregunto irónico. - Uhhh, ¡sí! Lo que pasa es que recién dejé un pasajero y me olvidé de reiniciarla. “Me tocó el taxista ventajista”. Y personalidades de taxistas hay muchas: Está el que fuma, el que te quiere pasear, el que te dice que escuchó otra calle, el que se pasa “sin querer”, el que conoce piquetes inexistentes que cierran calles por las que deberías ir, el que agarra atajos interminables, el que te cambia el billete y te hace el cuento del tío, el que te para a cargar gas, el que acelera y pasa autos como si estuviera en un rally, el sucio, el que lo tiene tuneado y te pone hasta pantallas con videos, el religioso con estampitas, crucifijos y rosarios por todos lados, el que conoce la noche como nadie, el que te “canta la justa”, el que te cuenta de su vida, el que te pide consejos, el que mataría a todos los limpiavidrios, el que se queja por cualquier cosa, el que te compara el pasado con el presente, el que odia a su jefe, el que lo ama, el que empezó hace poco y mira la guía T, el que es taxista hace 25 años y conoce más de calles que vos nombres de personas, el que te ofrece el diario, el que te cuenta historias de su trabajo que solo se las creé el, el que no tiene cambio, el que no tiene drama  y se baja a pedirlo, el que no tiene aire en verano pero va con las ventanillas arriba, el que odia a los políticos de turno, el que los ama, al que se le “acaba de romper el aire acondicionado”, el que va a 2 por hora (y obviamente vos llegás tarde), el que te da hasta la última monedita, y el que te las pide, el que escucha su música al palo, el callado que pensás que te va a matar y a tirar en una zanja….En fin, me han tocado todos y cada uno de ellos.
Este último me pregunta luego de volver su reloj a cero, -¿Estás bien del cuello?  “Sí, sólo lo tengo girado así porque me gusta ver la ciudad a 45°” pienso, mientras le hago un breve y amable resumen de cómo llegué a parecerme a Cuasimodo en mi forma de caminar.
Llego al departamento, mientras me tomo unos mates, mi hermana me pone unos electrodos que se supone me relajarán… ¿Cómo te puede relajar y descontracturar algo que te tira impulsos eléctricos  a los músculos? Estos rusos no tuvieron ideas muy brillantes.
Salgo del departamento con el cuello más inclinado todavía. Me dispongo a esperar el colectivo en una fila de por lo menos 10 personas. Cuando llega, la primera señora que intenta subirse estaba con muletas. Yo no sé qué le pasa a la gente, ¡pero era imposible que suba sola y nadie la ayudaba! En eso me hago lugar entre la gente y mientras me enorgullezco de mi hidalgía como persona espero que me esté captando alguna cámara de televisión o  alguien conocido para que se registre semejante acto heroico (cosa que, por supuesto, no sucede). En fin, no era fácil subirla, mucho menos con el conductor que indicaba amablemente un: -¡Vamo, que me tengo que irrrrrr! Subo al colectivo para ayudarla, le agarro una mano mientras con la otra sostengo sus muletas y me inclino un poco porque el cuello me estaba matando del dolor. Se ve que, como la señora vio mi posición del cuello, pensó que se lo ofrecía amablemente para subir… ¡¡¡Para qué!!!! Me agarró de ahí para pegar el envión mientras yo la empujaba desde adentro y los dos gritábamos al unísono, ella por el esfuerzo y  yo por el dolor: “¡¡Ahhhhhhhhhhh!!, exclamé como si estuviera levantando una pesa de 130 kg”. –No será para tanto me dice uno… Solo me limité a mirarlo de reojo porque estaba a la derecha y no podía girar. Una vez sentada, la señora me agradeció muy amablemente y yo estaré cansado, con dolor de cuello y envejeciendo, pero la buena acción del día no dejó de ser una caricia al alma para quien les escribe.


M.I.A.

 

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