MATIAS ANGHILERI
Odontólogo - ¿Escritor?
Momentos "Hipócritas" de la vida diaria - (11/12)
Me atrevería a asegurar que no soy el único hipócrita de este mundo en algunos momentos del día a día. Somos varios, es más, casi todos las vivimos…
¿A qué se debe esta reflexión que navega hasta inundar mi vacío craneal?
Hay situaciones complejas, diarias de la vida, pero se repiten tan a menudo que generalmente nos acostumbramos y las dejamos pasar. Paso a detallar algunas que avalan esta hipótesis:
1ro. Si te cruzás con alguien en la calle que hace mucho que no ves, o entrás a un local y está ahí. Empezás a dudar. “¿Lo saludo o no? ¿Me reconocerá? ¿Voy a quedar mal si me quedo mirando la sección de repasadores usados hasta que se vaya?”.
Se siente en el ambiente que los dos se vieron y están haciendo la misma conjetura.
Uno paga y rápidamente sale del local cabizbajo, victorioso, al grito interno de: “¡Lo logré, no me vió!”.
2do. Soy un convencido que el hombre tiene un lado femenino, algunos más explotado que otros, claro. Ojo, el lado femenino que comento, no es para andar a los besos y haciendo el abrazo del Koala con el primer inspector de tránsito que se cruce.
Hablo de la sensibilidad, tan característica en las mujeres y tan poco explorada por el hombre, tras la sentencia milenaria de “Los hombres no lloran”.
Conociéndonos, apostaría que la mayoría de nosotros lo libera en soledad, aunque simplemente lo niega. Por ejemplo, en el auto. Vas solo, absolutamente solo. Nadie en la calle te observa. Nadie te acompaña. Ponés la radio. Y de pronto empieza a sonar una canción de un artista al que toda la vida criticaste y “odiaste”. Públicamente lo detestás. Y probablemente sea cierto, no te gusta. Pero de pronto te ponen esa canción que te hizo ruido en la cabeza y se te pegó. De más está decir que no hablo de Hermética. Me refiero a (elegir alguno al azar): Ricky Martin, Ricardo Arjona, Chayanne, Alejandro Sanz, Cristián Castro, etc. etc. etc.
En el momento que empiezan a sonar los acordes de una canción de estos individuos, mirás a tu alrededor, confirmás que no hay nadie que te delate. Solo el espejo retrovisor que te mira incrédulo. Ponés el volumen a todo lo que da. Y cual drag queen recién salida del baile, empezás a gritar el estribillo que generalmente se basa en algún amor perdido que ya volverá. Quizás hasta te emociones. Y te lo callás. Le mentís al mundo cuando en público decís: “Sacá a ese maricón que canta, querés", orgulloso de tu hombría.
Dentro de la hipocresía, pero esta vez por amor a nuestros hijos, está el aprendernos a la fuerza temas infantiles de personajes de moda detestables, para cantar con ellos. En mi caso particular, siempre odié a Topa. Los que no tienen hijos probablemente no lo conozcan, y les aconsejo no conocerlo por su salud mental.
Una breve descripción: Topa es un gordito ladri que está en el canal Disney Junior haciendo un programa de canto y baile.
A mi hijo le encanta. Salta, baila, canta cada vez que lo ve o lo escucha Yo cada vez que lo veo hacer esas cosas dudo de que me de nietos.
El gordo con su compañera Muni vinieron a mi ciudad a robar durante una hora y media.
Un sábado por la mañana, fui a sacar las entradas.
-Dame 2.
–Son $360 pesos.
-Me entendiste mal flaco, 2 asientos, no 2 filas enteras.
-Sale $180 cada una, me responde. -¿Mi hijo tiene 2 y medio, paga igual?.
“No boludo, los chicos no pagan. Le regalamos las entradas. Si los que cantan las canciones son los padres”. Me respondió sólo con la mirada.
Le di 4 billetes de cien. ¿Se acuerdan cuando eso era un montón de plata, que volvías del súper con 2 changos llenos?. Bueno, el único lleno ahora va a ser Topa. Pero todo sea por la alegría de mi hijo de ver su primer espectáculo en un teatro, vivir con su padre una experiencia inolvidable que la recordará toda su vida y se la contará a sus primogénitos.
Llegó el día de la función, él iba feliz a ver a TOPA Y MUNI, hasta que llegamos a la entrada del teatro donde había niños y padres alborotados. -¡Upa!, me dice, mientras me mira con ojos desesperados.
“Pero ya pesás 30 kilos hijo y papá está gordo. ¡Mis rodillas son las que suenan cada vez que caminamos!”. Pero, sin importarle mi salud articular me lo pidió hasta que cedí. Me abrazó con todas sus fuerzas y entramos al hall. Auguré que tan contento no estaba.
“A este lo convenzo con golosinas”, pensé, incrédulo. Me acerque al kiosquero del teatro:
- Sí, dame tres chupetines, dos chocolates, y una gaseosa, por favor.
- 50 pesos.
Giro para ver si le hablaba a otra persona, confirmo que me hablaba a mí. Hago cálculos mentales para ver si sumó bien. La inflación en este teatro es terrible.
-Disculpame, yo la primaria la hice en el colegio que da nombre a este teatro. ¿Descuento a ex alumnos no hay, no?.
-¡Dale, miserable! me dice una abuela que llevaba a su nieta y estaba desesperada por comprar. Todo esto con mi hijo encima. Pagando con una mano mientras en la misma recibía lo que había comprado sin bolsita y, haciéndome lugar entre la multitud de padres y niños, empiezo a sudar.
Abren las puertas de acceso a la sala, evidentemente se me notaba en la cara mi desesperación por sentarme en la butaca ya con la camisa sudada, porque la gente me daba paso y agarraba a sus niños, cual ambulancia con sirena, por temor a que me desvaneciera encima de ellos, imagino.
Llegamos. Todos excitados, chicos, grandes, ni hablar de Topa y sus arcas. Valentino seguía con una regresión cada vez peor, empezó por agarrarme la oreja (signo característico en él cuándo siente tedio y malestar) y a hacerme puchero.
-¡Ya empieza hijo! Me anticipo, mientras me saco la campera e intento respirar para no desmayarme después del esfuerzo físico realizado. Él tenía su butaca, pero no hubo manera, seguía sentado sobre mí, agarrándome la oreja cada vez con más fuerza, mientras el resto de los espectadores tomaban sus asientos.
La situación era manejable hasta que, una vez que la sala se llenó, y empezaron a sonar los primeros acordes, previo a que el telón se abriera, llorando y sin que le diera la oportunidad a Topa de salir a escena, empezó a gritar: “Mamaaaaaaaa”.
-Uy señor, ¡qué difícil va a estar esto!, me dijo una señora que estaba sentada a mi lado con su hijo un poco más chico que el mío, sentado en su butaca con una sonrisa publicitaria en su rostro.
-¡Esperá unos minutos hijo!, le dije con la esperanza de que se calmara en cuanto escuchara la primer canción.
En eso se abre el telón, se apagan las luces y empiezan a cantar y bailar como locos, Topa y Muni, en el escenario. Lindo espectáculo, ahora no me cae tan mal el gordito. Me sorprendió, hasta hace chistes para adultos. Incluso en un descuido tarareé la canción que mi memoria no puede borrar de su selecto cancionero.
Pero cuando estaba empezando a disfrutar del espectáculo, el pequeño harto de mi oreja, se me aferró al cuello cual víbora australiana, llorando al grito de -¡Vamooooo!, señalando la puerta de salida. Puta madre…
-¡Esperá a que cante 2 canciones al menos!, le supliqué, pensando en “amortizar” los casi 400 pesos de la entrada.
La gente lo mira mal y a mí peor .No entiendo a los padres que te miran como si sus hijos nunca les hubiesen hecho un berrinche.
No tuve otra opción, antes que el llanto de mi hijo se escuchara más que las canciones de Topa, me levanté y me fuí, siempre con mi hijo encima.
Otra vez a sudar… “Al menos estoy bajando peso” pienso mientras bajo agitado las escaleras. Encima salgo y uno de los vendedores que quería forzarme a comprar banderas de Disney me pregunta:
-¿No le gustó?
¿Por qué la gente hace preguntas obvias?. Estará esperando la respuesta: “Le encanta, pero después de dos canciones me voy así se queda con ganas de más”.
Otro ejemplo cotidiano de preguntas obvias: Estás esperando para pagar en el supermercado. Se acerca otro y pregunta: “¿Estás en la fila?”. ¿Cómo respondés a eso?. “No, hago tiempo saltando de fila par en par cada 15 minutos para que parezca lleno el local…”
Salgo del teatro. Enojado. Ofuscado. Una vez que llego a la esquina del mismo, mi hijo como si nada hubiera pasado, me pidió bajar de mis brazos. Él ya estaba contento. Saltando. Indudablemente lo estaba sufriendo. Pero yo seguía enojado. Estamos por cruzar la calle y le digo con tono autoritario: “¡Dame la mano y caminá!”.
Inmediatamente cambia su rostro, pone cara de enojado y repite: “¡Caminá!”. Ahí me di cuenta de mi error. ¡Me estaba imitando!. Me agaché, lo miré a los ojos, le sonreí, le dí un beso e intenté enmendar mi equivocación con un: “¡Perdoname, hijo!.Te Amo”.
Finalmente el que terminó aprendiendo algo fui yo.
M.I.A.
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